Amigo Iñaki:
Aunque hayan tenido que pasar más de treinta años para que el Athletic añadiese un título a sus vitrinas, hay un aspecto en el cual puede tutear a los dos superpoderosos: desde que echó a andar el campeonato de Liga, la parroquia de San Mamés siempre ha visto fútbol de Primera. Y esto, que parece un logro menor en comparación con otros hitos del club, no siempre ha sido fácil. Con echar la vista atrás una década se puede recordar la congoja que invadió a los aficionados del Athletic durante dos temporadas seguidas.
La afición rojiblanca afrontaba esperanzada el comienzo de la campaña 2005-06. Después de unos años de buenos resultados y juego muy vistoso con Valverde, la llegada al banquillo José Luis Mendilíbar generaba ilusión tras su excelente desempeño al frente del Éibar la temporada anterior. Además, la irrupción de Fernando Llorente unos meses antes era otro motivo para el optimismo. La rotunda victoria frente a la Real en la primera jornada de Liga, con gol del nuevo ídolo incluido, parecía confirmar esos buenos presagios; sin embargo, la cruda realidad no tardó en manifestarse…
Habían transcurrido nueve partidos de Liga y el Athletic solo sumaba seis puntos. Con el equipo en el fondo de la tabla, la directiva de Lamikiz decidió sustituir a Mendilíbar por Javier Clemente, de quien nadie se hubiera acordado si las aguas bajasen tranquilas, pero como llegaban al cuello, su conocimiento de la casa y su experiencia en el rescate de naves a la deriva hacían que su fichaje pareciese la opción más segura. Y como a ese barakaldés directo y respondón los marrones no lo acobardan, sino que por el contrario, más bien parece encantado de meterse en cuanto “fregao” se le presenta, volvíamos a ver al hasta entonces último timonel de La Gabarra al mando del Athletic. El Rubio se jugaba el tipo; en caso de que viniesen mal dadas, y tenía toda la pinta, su historial en el club, que debería darle derecho al tratamiento de excelentísimo señor, quedaría emborronado para siempre con el estigma de ser el primer entrenador que conducía al club a Segunda.
El Athletic no funcionaba. Urzaiz y Joseba Etxeberría no veían puerta, Llorente todavía iba a tardar un par de temporadas en confirmar todo su potencial y atrás no había solidez. Se echaban de menos los goles de Santi Ezkerro y el empuje de Del Horno por la banda izquierda, y por encima, los nervios de una plantilla nada acostumbrada a una coyuntura tan complicada jugaban muy malas pasadas.
Clemente tomó decisiones importantes, como sentar en el banquillo a un Dani Aranzubía irreconocible y confiar en Iñaki Lafuente para defender la portería. Fue fundamental también la llegada en invierno de Aduriz, cuyos goles, junto a los chispazos de genialidad de Fran Yeste y algún que otro zarpazo oportunísimo de Luis Prieto, paliaban la falta de pólvora en ataque.
El Athletic se las apañaba para puntuar y permanecer a flote, y como era previsible, el míster suscitaba las críticas de los enterados de siempre: racanería, mezquindad, planteamientos ultradefensivos y demás zarandajas. Pero de todas las lindezas que se podían leer u oír, ninguna era tan falsa y estúpida como aquel cuentecito del “villarato”. Unos cuantos linces avisaban de que si el Athletic no lograba por méritos propios la salvación, ésta llegaría proveniente de los despachos de la Federación Española de Fútbol. Ángel María Villar, dados su pasado como jugador rojiblanco y su buena conexión con Clemente, influiría siniestramente sobre los árbitros para que echaran una manita.
Para ejemplo de manita, aquella que echó (al cuello) Megía Dávila en San Mamés en el crucial enfrentamiento contra el Cádiz, rival directo para evitar la quema. A la media hora de partido Fernando Amorebieta ya enfilaba el camino del vestuario por dos faltas de lo más inocente que fueron sancionadas con sendas tarjetas amarillas. Pero no conforme con ello, Megía exigió que el Athletic marcase tres veces para que su marcador registrara un gol. Hagamos memoria: en el tiempo de añadidura, Julen Guerrero bota un córner y envía el balón directamente a la portería gaditana, dentro de la cual un jugador amarillo lo despeja con el brazo. El árbitro no concede el gol, pero al menos señala el penalti. Iraola lo transforma, pero sorprendentemente, el colegiado decide “favorecer” al Athletic y ordena que se repita el lanzamiento, cosa que como se sabe, sucede muy frecuentemente en el Santiago Bernabéu o en el Camp Nou cada vez que el equipo local marca desde los once metros. No era momento para andarse con remilgos, cañonazo de Tiko a la escuadra, 1-0, tres puntos más y a seguir remando, que todavía faltaba mucho trecho para arribar a puerto seguro.
Poco a poco, la plantilla iba asimilando los consejos de Clemente, y a mitad de la segunda vuelta encadenaba seis partidos seguidos sumando, lo cual hacía pensar en un final de Liga tranquilo. Nada más lejos de la realidad. Todo lo que podía fallar falló. Un penalti errado contra el Espanyol, y no era el primero de esa temporada, hacía que volasen dos puntos importantísimos de San Mamés. Tres semanas después, de nuevo en casa, contra el Mallorca, tres lesiones obligaron al míster a efectuar los tres cambios antes del descanso y condicionaron totalmente el partido. Al domingo siguiente, en el Vicente Calderón, cuando parecía que se iba a arañar un valioso empate, Torres aprovecha un descuido de la zaga bilbaína y da la victoria al Atlético. Y para no ser menos que el Niño, el Guaje Villa la lió parda el día de la visita del Valencia a la catedral, y en cinco minutos les metió tres goles a los leones, que veían esfumarse otro puntito en los últimos minutos.
De ese modo, el Athletic afrontaba la recta final de la liga caminando sobre el alambre. Un empate en Heliópolis y un trabajadísimo triunfo frente al Real Zaragoza en casa dejaban la salvación a tiro de piedra con dos jornadas por disputar. Los rojiblancos no fallaron en Riazor, y con la permanencia en Primera asegurada, la visita del Barcelona San Mamés no tuvo más trascendencia que la despedida de un tipo honesto y profesional como Felipe Guréndez, quien tuvo ocasión de cerrar su carrera deportiva con un gol ante el equipo que acababa de proclamarse Campeón de Europa.
Diez victorias, nueve empates y nueve derrotas fueron el balance de Javier Clemente en su última etapa en el banquillo del Athletic. No eran números para tirar cohetes, pero sí suficientes para evitar una verdadera catástrofe para el club. De hecho, si tenemos en cuenta los puntos logrados en los 28 partidos en que El Rubio estuvo al mando del equipo y los extrapolamos a las 38 jornadas del campeonato, nos salen casi 53, una cantidad que supondría una temporada no brillante, pero tranquila, sin agobios. En cualquier caso, se cumplió el objetivo.
Aunque sólo por unos meses, porque la temporada siguiente también iba a ser terrible, la afición de San Mamés pudo respirar tranquila después de tanto sufrimiento. Mientras este duraba, era fácil imaginar las tórridas fantasías que tenían lugar en la imaginación de unos cuantos pontificadores de la capital del reino; y a buen seguro que en el mismo Bilbao, algún Correo, ¡perdón, periódico!, tenía lista la rotativa para esparcir estiércol en abundancia en caso de que el descenso se consumase… Pero Javi dijo que nones.
- Artículo de ALBERTO SANCHEZ OTERO (Santiago de Compostela). Aficionado del ATHLETIC.
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